martes, 5 de febrero de 2013

UN LIBRO DISTINTO


Memorias de un soldado desconocido (IEP, Lima 2012). Muchos ya conocen la historia de este libro. El autor repasa su increíble experiencia: En el Ayacucho de 1983, siendo un campesino adolescente y analfabeto, se integra a las filas de la guerrilla maoísta donde llega incluso al rango de camarada. Hecho prisionero en una emboscada del Ejército le es perdonada la vida y se convierte en "cabito", enrolado en las fuerzas armadas donde entra al colegio y combate a sus antiguos compañeros. Finalmente, se hastía del uniforme y entra en un convento franciscano, del cual también abandona para tener una familia y seguir estudios de antropología, su pasión final.

El libro ha tenido un éxito tremendo, al punto que ya ha sido pirateado y se vende abiertamente en Quilca, Amazonas y Javier Prado (versión que yo he leído, no puedo pagar la tarifa internacional de los buenos libros del IEP). En Quilca -lo que invita a pensar- ese libro se vende escoltado por Profetas del Odio de Gonzalo Portocarrero y De puño y letra, de Abimael Guzmán (ambos libros igual de pirateados). El libro no solamente ha recibido el beneplácito de la prensa (que para estos temas siempre se vuelve cobarde y mentirosa, como el modosito reportaje de Oscar Miranda) sino incluso la bendición (algo tendenciosa) de nuestro Premio Nobel. A esto se agrega una masiva venta que, creo, incluye cierto cariño y curiosidad popular.

¿Cómo así? Algo muy elemental y sorprendente: Es un libro escrito sin ira y sin odio. Donde un tono pausado, amable y de una apacible neutralidad no esconde el amor del autor por su tierra, una memoria respetuosa de sus años cuando militó en el PCP y luego en el Ejército, sin evitar señalar los excesos y atrocidades que ambos bandos en guerra cometieron. En el libro se narra con una asombrosa naturalidad las acciones guerrilleras del PCP, los draconianos ajusticiamientos entre los propios camaradas por robar una lata de atún o un paquete de galletas, las duras jornadas de guerrillero maoísta escalando los riscos descalzos, hambrientos y llenos de piojos, la solidaridad de las comunidades campesinas para con los guerrilleros (señalo esta palabra, porque así el autor se identifica, no cae en las denominaciones peyorativas de los medios), de las terribles batallas entre comunidades que apoyaban al Partido y comunidades de ronderos que apoyaban al Ejército, con un odio que se ha transmitido hasta nuestros días. 

Habla del Ejército como un espacio que le proveyó educación, alimento y trabajo (siempre habla bien del Ejército, al cual considera "su casa") pese a que no se corta a la hora de señalar el duro aprendizaje de los "cabitos" (donde hasta te obligaban a sumergirte en las heces de las vacas sacrificadas del camal o a desayunar sémola con pólvora), o de señalar la cantidad de atrocidades cometidas por los uniformados. Por ejemplo, el uso de las guerrilleras capturadas como esclavas sexuales durante semanas, a las que después ultimaban con un tiro en la nuca (algo merecedor de alguna investigación, pero ¿qué periodista peruano tiene hoy la independencia y la valentía de hurgar en esos asuntos?) . Todo esto y más (guerrilleros quemando pueblos enteros acusados de colaboracionistas con el Ejército, militares fusilando casi por deporte a anónimos campesinos quechuahablantes) contado con una tranquilidad desesperante. Y sin odio.

El autor -digamos su nombre, Lurgio Gavilán Sánchez, antropólogo que ahora reside en México- pudo haber lanzado iniquidades contra los maoístas (nos engañaron, por ellos murió mi hermano, por ellos mi pueblo fue sacrificado) o renegar de las fuerzas armadas (me hacían tales y tales abusos, me obligaron a comer caca). No, lo lo hace. Incluso el trato despectivo e hipócrita que le hace el actual arzobispo de Lima cuando el autor viene a pedirle ayuda para ingresar a una orden religiosa (ni lo saluda, lo descalifica en base a prejuicios) lo cuenta de forma tranquila, dura y honesta. Y sin odio (pese a que salió de la residencia de Cipriani con lágrimas en los ojos). Una persona que ha visto tanto dolor y tanta sangre tendría el derecho (¿acaso el deber?) de enjuiciar, acusar y gritar su rabia existencial por esos años terribles. Pero él no lo hace.

Finalmente, lo que sí me ha sorprendido: En un país donde la moneda habitual es llenar de insultos a la guerrilla maoísta y denigrar hasta el cansancio a su líder, de endosarle la responsabilidad de todos los crímenes y pedir que todos ellos se pudran en la cárcel hasta el fin de sus vidas; el autor habla de sus días guerrilleros con un respeto y un reconocimiento impensables en el Perú de hoy. El autor entró a los alzados en armas emulando a su hermano mayor, padeció agotadoras jornadas persiguiendo al Ejército o huyendo de él, presenció ajusticiamientos sobre personas como él, tuvo que saquear pueblos para saciar un hambre que ya los enloquecía, conoció las duras leyes de la guerra. Pero, aún así, él no derrama odio y más bien describe ese período con un símil entre poético y paisajístico (las lluvias que primero alimentan y luego arrasan). En ninguna parte del libro encontrarán la famosa cantinela del arrepentimiento, pese a que él podría haber ganado bastante declarándolo.

Por eso es un libro distinto. Ajeno a la mayor parte de la literatura hegemónica criolla y emparentándola más bien con lo mejor de narrativa peruana sobre la violencia (Julián Pérez, Dante Castro, Fernando Cueto, Sócrates Zuzunaga). Un libro que invita a una memoria sin ira, donde el reconocimiento de los crímenes no lleve a venganzas ni a obligados suplicios. Donde el interrogar el pasado significa, ante todo, no repetir sus tremendos errores. Recordar sin sindicar, perdonar sin olvidar.

Posiblemente este sea uno de los primeros libros que sinceramente nos habla de la Reconciliación. Por eso hay que leerlo.