MEMORIA
Lo escribí hace diez años, un ejercicio doble de nostalgia:
IDA Y VUELTA DE LA DESESPERANZA
Crónica triste de Madrid, con final
feliz
Llegué
a España en los últimos años del gobierno de Felipe González –es decir, en
tiempos en los que aún se derrochaba dinero en olimpiadas y exposiciones universales-
con muy poco conocimiento de cómo marchaban ahí las cosas. Imaginaba que
sociedades opulentas podían igualmente ser muy generosas y productivas en el
arte. Venía yo de un país devastado por una guerra interna y Madrid, con sus
museos y sus tascas, sus librerías y sus mastodónicas universidades, podía ser
un gran revulsivo. Pues vaya decepción.
Me
acuerdo que intrigado de novedades asistí a la Plaza Colón a un
espectáculo cultural-mediático llamado “Millenium”, donde se iba a dar un
anticipo de lo que vendría en el próximo siglo: Luego de cuarenta y cinco
minutos de efectos especiales y discursos pedantes y amanerados, el escenario
entero se llenó de luces y apareció orondo el logo publicitario de la marca de
whisky JB, la empresa que patrocinaba esa astracanada. En efecto, ese montaje
mostró lo que se venía: La cultura como espectáculo.
La
literatura se vendía como bien se pudieran vender los automóviles y los
detergentes. Así como en un concesionario no te muestran coches de hace cinco
años, en las principales librerías no veías libros antiguos o títulos ya
reeditados, pero imprescindibles. Sólo se vendían los libros publicados en los
últimos meses, por más mediocres que fueran (recuerdo que alguna vez busqué en
las dos librerías más importantes de la ciudad, sin éxito, el Adán
Buenosayres de Marechal y El hombre
sin atributos, de Musil, pero tenías la estantería llena de ejemplares del Manual del perfecto idiota latinoamericano, esa arrogante nulidad perpetrada por Carlos
Alberto Montaner y el hijo de Don Mario).
Todo
libro era un objeto promocionado como el gran hito literario de la temporada,
del año o de la década, según las pretensiones del autor y la imaginación del
agente editorial. La firma del autor dejaba de ser un favor al lector para convertirlo
en un impuesto que encarecía el producto (Mea
culpa, que yo también alimenté esa costumbre comprando Conversación en La
Catedral autografiado, pagando cuatro mil pesetas de la
época) y la crítica literaria se convirtió en un apéndice de los grandes
complejos mediáticos. Los escritores –sobretodo los jóvenes- salían en los
programas de televisión, pero no en los culturales, sino en los de cualquier
tipo, sean concursos, programas humorísticos o galas musicales.
Géneros,
autores, modas, ismos, generaciones, todo se vende sin rubor. Cada año aumenta
la cantidad de títulos publicados, pero igualmente en ese mismo período -según las encuestas- desciende el número de españoles que lee más
de un libro por año. No es de extrañar que luego el panorama literario se
llenara de intrusos descarados del mundo audiovisual.
Capítulo
aparte es el de los concursos. Sí, buscarlos es uno de los deportes favoritos
de los hombres de letras en la Península. Eso sí, los más importantes no suelen
ser los mejores ni los más apropiados: Faltando unos días para anunciar al
ganador, se saben ya los finalistas y hasta el ganador incluso. Lo que en
teoría debiera ser un cónclave privado de un jurado de personalidades, se ha
convertido en una abierta negociación entre editoriales y agentes literarios.
El Premio Planeta, es el premio que más dinero otorga, pero sobre el que más
sospechas caen, en todo caso ha terminado convirtiéndose en una plataforma
mediática para el re-lanzamiento disfrazado de algún autor ya en declive (o necesitado
de algún altavoz).
Otrosí
digo con las revistas y suplementos literarios. Pocas veces he visto una
crítica literaria tan benévola como la que encontré. Terminas creyéndote que
todos los libros son buenos, todas las novelas vale la pena comprarlas y que,
en fin, ¡a gastar!
En
general Madrid es una ciudad ideal para irse de juerga y vivir la noche, pero
para las letras es un poco triste. Vacías sus enormes bibliotecas (excepto en
los días de exámenes), y llenos sus pubs donde la gente discute naderías en
las barras de los bares mientras echan un vistazo al fútbol que dan en la tele.
Ves a los madrileños mirando los periódicos deportivos, el manual de conducir o
las revistas de autoayuda en los vagones de metro. O disfrutando, como
autistas, de los sonidos que sólo ellos escuchan en los audífonos de su discman. Ves sus universidades sin alma,
convertidas en fábricas de cartones y trepadores de todos los colores. Aún
respiras un aire provinciano heredado de décadas de privilegiado centralismo.
Así
que en un momento dije basta. Y me negué a leer cualquier tipo de literatura
española contemporánea. Al demonio con Juan Manuel De Prada y pedantería
narrativa, con José Ángel Mañas y su postmodernismo de pacotilla, con Antonio Muñoz
Molina y la bruja de su señora, con Javier Marías, Espido Freire,
Pérez-Reverte. Al demonio con todos ellos. Me puse a leer otras cosas. Cosas
que en apariencia chocaba con la gran vitrina de los grandes escritores de
grandes best-sellers.
Otras
cosas: Por ejemplo, el periodismo deportivo. En España mucho escritor frustrado
ha terminado en las redacciones y para bien ha inaugurado todo un subgénero del
oficio muy simpático: El periodismo literario de opinión en temas deportivos.
Alejados de los tópicos, jugando con palabras extrañas en un nuevo y
desconocido espacio, introduciendo ideas sofisticadas y maneras civilizatorias dentro
de un terreno habitual de garrulos, estos cronistas fabricaban titulares
inteligentes, metáforas preciosas, grandes frases para la historia. Francesc
Relea, Alfredo Relaño, Ramón Besa, Julio César Iglesias, son solo algunos
nombres de ya toda una generación que intenta hacer con la palabra lo que
Ronaldinho hace con el balón.
Otra
vía de escape fueron las otras literaturas. En los tiempos globalizados que
corren ya no resulta extraño toparse en las librerías con ediciones en español
de poetas birmanos o novelistas angoleños. En mi caso me enamoré de la
literatura eslava y me convertí en un coleccionista de grandes narradores de
Europa Oriental. Me conmoví con los cuentos del malogrado Danilo Kis, me reí a
carcajadas con los escritores checos (¡Qué Kundera ni Kundera, léanse lo que
escribe Viewegh, por ejemplo!) Aprendí mucho de ese rincón llamado Albania a
base de las historias de Ismail Kadaré.
Capítulo aparte fue la lengua de Pushkin, porque los rusos desde la
caída del imperio soviético se han dedicado a expurgar incunables de sus
archivos y la década del noventa se llenó de obras inéditas (o en todo caso,
desconocidas) de titanes como Bulgákov, Platónov, Zóschenko o Zhamiatin. Y
luego encontrarme con literatura humorística de la NEP o las ironías de Viacheslav
Pietsuj, el valioso testimonio de Anatoli Ribakov, un escritor exitoso durante
y después de la URSS. Y
los nuevos, como el estrafalario Eduard Limónov que narra sus pendencias como
escritor granuja en EEUU o el ambiente prostibulario moscovita que nos regala
provocadoramente Viktor Yeroféiev. No tardé en fijarme en Alejandra Marínina,
la gran dama del policial ruso, cuya protagonista -una antiheroína en las antípodas de Sam
Spade o Phillip Marlowe- es uno de los
personajes mejor dibujados de fin de siglo.
En
esa ruta de huida llegué también a la literatura policial. Destino predecible
en el clima narrativo actual. Desprovista ya de acción y de personajes
categóricos, empapada de trivialidad, reducida al estrecho anecdotario de
modosos egresados de literatura y filología; la narrativa (española)
contemporánea apenas puede competir con una floreciente literatura que dejó de
ser hace décadas un mero subgénero. Desde la vieja escuela de Vázquez
Montalbán, con su detective gourmet que husmea en las contradicciones de la
sociedad española durante más de veinte años hasta el áspero estilo del griego
Petros Markaris, cuya Atenas contaminada, caótica y desvencijada se parece
sospechosamente a Lima. Del eruditismo histórico del policía zarista que diseña
magistralmente Borís Akunin hasta la tetralogía del cubano Leonardo Padura
Fuentes que refleja –para perplejidad nuestra- las tribulaciones de un oficial
de la policía de Fidel en La
Habana de los años noventa. En la España aséptica del
aznarato, donde parecía no suceder nada, me pasaba el día entre nazis
escondidos en un idílico balneario, sospechas de la Revolución Industrial
como ocasional producto de una conspiración internacional, homofobias marcadas
con sangre en la nomenclatura cubana, torturadores dedicados al espionaje
industrial de quincalla, clubes de fútbol como tapaderas de tratantes de
blancas, científicos que vendían máquinas diabólicas a las mafias rusas, pianistas asesinas….
Pero,
como en todas las huidas, cuando más libre te crees más cercano es el momento
de toparte de bruces con la realidad. Hartos de la mercantilización absoluta
del hecho artístico y desdeñosos de utopías colectivas con poco atractivo;
muchos escritores terminaron buscando sus propios caminos de creación y
comunicación. Una producción distinta –en el fondo y las formas- emergió desde
los lugares más insospechados: El fanzine,
la edición independiente, las exposiciones itinerantes, los espacios
radiofónicos de madrugada, las salas de las discotecas alternativas, las
librerías de cómics y, como no, el ciberespacio.
Sus
protagonistas son un patchwork
interdisciplinario con retazos de diversas generaciones y profesiones –el
historiador metido a librero, el oficinista descontento, la fotógrafa sin
éxito, el freakkie erudito, el
cineasta de dos cortometrajes, el free-lance
excéntrico, el ratón de biblioteca que colecciona miniaturas de Star Wars, la azafata de Air Europa experta
en Cole Porter, el oveja negra pobre de una familia también pobre, la escritora
con manía persecutoria….una fauna que, siguiendo la escuela y terminología anglosajona,
se les denomina ya Bizarros.
Son
de izquierda, aunque guardan un gusto perverso por el universo nazi. Sus
paladares musicales son diversos (el punk
británico, el vintage hawaiano, el lounge australiano) y más radicales que
el habitual pop alternativo. Bastante cinéfilos, pasan con asiduidad del cine
clásico americano a los films chocantes de Jonh Waters, de la fascinación por
los peplums con efectos especiales
defectuosos a subgéneros de indefinible calidad como el blaxplotation, el cine de terror filipino o las películas japonesas
de monstruos. No son cosmopolitas refinados, dentro de su catálogo estético
está el kitsch hispánico y esas ganas desalmadas de reírse de sí mismos. Su
revista bandera (está demasiado elaborada como para considerarla solamente fanzine) es la ya legendaria Mondo Brutto, que va por el número 33 y
de venderse en puestecillos de feria ha pasado a distribuirse a nivel nacional
y a agotarse en las estanterías de ese templo madrileño del libro que es la
macrolibrería FNAC.
El
teórico de todo este proceso cultural es el escritor y crítico de cine Jordi
Costa, de lejos una de las mentes más lúcidas de la península. Él considera que
este sector bizarro de las letras y las artes forma parte de un movimiento que
es, en buena medida, “un territorio de autodeterminación conquistado, por la
fuerza, en los sótanos de los discursos consensuados (…) en medio de la
cacofonía de unos medios de comunicación que, pese a su aparente diversidad,
sólo existen para sedar un paladar medio
y funcionan como mero fondo musical en ese Gran Supermercado en que se
ha convertido nuestra Cultura”.
Literariamente,
este bizarre mainstream, su
erudición, su inconformismo y su poderosa curiosidad se ha manifestado en el
rescate de géneros olvidados por la cultura oficial: Literatura fantástica del
siglo XVI, novelas por entregas del novecentismo , el incombustible Pulp de entreguerras (desde clásicos
como Kenneth Robeson a rarezas como Harry Stephen Keeler, considerado el Ed
Wood de las novelas de misterio), escritores de ciencia ficción con discursos
más complejos y ambiciosos que el manido Isaac Asimov (Cordwainer Smith, Robert
Sheckley) y toda la veta de la literatura fantástica y las weird stories del siglo XX, sea el gran maestro del género Howard
Lovecraft, sea el extravagante poeta y satanista Aleister Crowley. Si buscamos
cosas más actuales hablamos de una literatura que, por lo general, huye de las
primeras filas, tanto a nivel de ventas como de crítica, aunque tampoco
hablamos de autoediciones marginales o samizdats.
En estos ambientes descubrí al gran Chuck Palahniuk, antes que se hiciera famoso
con El Club de la lucha. Otro ilustre
desconocido admirado en estos pagos es Billy Childish, poeta, novelista, pintor
y rockero. Y uno de los libros más voceados al llegar el nuevo siglo fue el
sensacional éxito de Michel Chabon Las
asombrosas aventuras de Kavalier y Clay
(Mondadori, 2002), un canto a la
Edad de Oro del cómic, a despecho que el autor sea un
recurrente guionista en el mundo audiovisual norteamericano. Metido en ese
mundo apenas si me enteré del éxito de crítica de Laura Restrepo o la adjudicación
del Premio Planeta a una penosa novela de Bryce.
Había
retornado a la literatura viva, a la intensidad de hablar de cosas nuevas y
enérgicas. Había vuelto a tener ganas de escribir. Ahora me reía festivo de lo
que antes sólo me malhumoraba: Hay salida, muchachos. La gente no se vuelve
completamente idiota. Los hilos de las marionetas, en el fondo, están en
nuestra imaginación.
Cuando
regresé al Perú sabía que me esperarían los mismos fantasmas. El mismo círculo
de escritores engreídos y pitucos, las odiosas discriminaciones, la idiocia de
nuestros medios de comunicación, la sombra del poder dándonos coscorrones con
creciente frecuencia. Pero vine a enfrentarlos sin solemnidades ni malhumores.
Madrid me había devuelto la divisa: La literatura es un hermoso viaje a la
libertad que ha de ser disfrutado. Y yo lo quiero disfrutar. Que renieguen los
demás.