viernes, 29 de enero de 2010

EL CINE, LOS AÑOS Y YO (A propósito de cierta película que está en boca de todos)


Me acuerdo de la primera vez que fui al cine. Mi papá me llevó a ver Los Aristógatos (nada del otro mundo, excepto el ver dibujos animados en color)y fue en el cine Lux, en la avenida Manco Cápac, local que luego de una larga agonía como cine porno terminal se convirtió en un almacén de electrodomésticos o algo parecido. La segunda vez fue en el cine Roma (hoy una oficina administrativa de la Organización de Normalización Previsional, osea los pensionistas) y sí me llamó la atención porque iba a ver un documental sobre naturaleza salvaje y debajo del ecran había una larga galería acristalada que dejaba ver un tupido follaje con luz natural. Durante varios minutos creí que de ese follaje (y no de la pantalla) iban a salir los terribles animales africanos de la película, como en un zoológico o un circo, vamos.

(A los nostálgicos que quieran torturarse sobre el triste devenir de las salas de cine de nuestra infancia, pueden pasarse por aquí).

La mia también fue una generación dividida, aunque no en el sentido que le da Miguel Gutiérrez. Unos fueron la Generación Travolta, quienes se graduaron de por vida como consumidores de entretenimiento de usar y botar; pero para los Semi-Nerds de esa época lo que nos impactó fue La Guerra de las Galaxias. El shock de efectos especiales realmente nuevos y que revolucionaron nuestro doméstico archivo icónico (la fascinación del sable láser, el sentirte en la cabina de una nave de combate, un Nuevo Villano Malvado y su extensión, la Estrella de la Muerte) y la ilusión de formar parte de una nueva mitología de nuevos caballeros andantes (los Jedi) marcaron nuestra inocencia al desear vivir nuestras vidas como una novela (del espacio exterior).

Ser universitario en los años ochenta era meternos en un mundo paralelo de ideología y política que se lo comía todo. Dejamos de interesarnos por los actores y actrices para centrarnos en los Directores. Abandonamos los pocos cines de barrio que existían y nos metimos en el maravilloso inframundo del cineclub: Ver las pelis de Kurosawa en el cineclub del Banco de la Reserva, o a Woody Allen en el del Ministerio de Trabajo, o a Ettore Scola en el Raimondi. Buena parte de la gran filmografía soviética (Ah, Einsenstein, Vertov, Pudovkin) la vi en el cineclub Pardo y Aliaga, el miniauditorio del antiguo Ministerio de Educación. Y buena parte del cine alternativo latinoamericano lo daban en el mítico auditorio de la cooperativa Santa Elisa (hoy un edificio okupado por tribus urbanas, delincuentes y marginales). Durante unos años Lima tuvo el lujo de cobijar dos salas de cine de arte y ensayo, los cines Romeo y Julieta donde veías esas pelis que ganaban festivales alternativos. A las salas convencionales íbamos solamente para ver películas peruanas, bastantes y mejores que las de hoy en día (¿Que será de la vida de Mónica Domínguez?). Recuerden que no había DVD ni youtube y los VHS eran artículos de lujo. Si quierías ver otra vez la famosa escena de Reds de Warren Beatty o, para más inri, la escena más célebre de la historia del cine, no te quedaba otra que volver una y otra vez a los cineclubes.

Una de las cosas buenas que significó ver cine en el Perú fue acostumbrarse y disfrutar del cine en versión subtitulada. Por eso me resultó chocante el auge del cine doblado durante los años que residí en España (igual de chocante me resulta hoy el cine doblado en las salas limeñas, con una Juliette Binoche maldiciendo con fuerte acento jalapeño). Allí terminé sumergido en las salas minoritarias del madrileño barrio de Moncloa (es decir, aquellas donde se exhibían cine de autor y en versión original subtitulada, un verdadero guetto). Mientras el resto del mundo ovacionaba a Pedro Almodóvar, yo me pasé los años noventa viendo a las tres K del cine contemporáneo: Kaurismäki, Kiarostami y Kusturica. Amén de un tobogán de directores de los cinco continentes. Un rito anual era ver la nueva película de Woody Allen o Spike Lee. Y mi musa (virtual) de aquellos tristes años fue la prodigiosa actriz china Gong-Li. Sí, ya sé, vivía en las nubes.

El nuevo milenio entró con otra cultura del cine. Las nuevas tecnologías, la sociedad del espectáculo, la globalización y la tremenda decadencia política del cambio de siglo cambiaron muchas cosas en el séptimo arte. El cine se convirtió en un rito consumista de fin de semana: go shopping en el Centro Comercial de marras, visionado de la película con palomitas y pepsi, festival de comentarios intrascendentes y graciocillos alrededor de una bandeja de Mcnuggets o en la sala de espera de un Pardo's Chicken. (Por poner un ejemplo).

Aunque de pronto me di cuenta que la inmensa cantidad de películas en cartelera ya eran solo para niños y preadolescentes. Y pura animación. Y las pocas películas con humanos eran protagonizadas por auténticos adefesios de la actuación (Vin Diesel, Adam Sandler, Reese Witherspoon). Entre el boom de las películas de animación y la ola apabullante de efectos especiales, actores como Leonardo Di Caprio -un ícono juvenil de los noventa- ahora aparece como todo un Bogart del nuevo siglo. Shrek o Wall-E resultaron bastante mejores actores que sus homólogos de carne y hueso. Así parecen estar hoy las cosas.

Total, hace unos días fui a ver Avatar con una de mis mejores amigas. Mi intención era puramente antropológica. Saber si, como contaban, esa peli tenía el mismo impacto generacional que Star Wars. Además, hablamos de la película más taquillera de la historia, superior a -qué curioso- un remake: Titanic. Bueno, en Lima costó tiempo ubicar donde dieran la peli en versión subtitulada.

Antes de verla, pasaron los trailers de los próximos estrenos. Y qué curioso otra vez. Primer estreno: Un remake de un clásico de los ochenta. Segundo estreno: Otro remake de los años ochenta basado en los Peplums de los años cincuenta. La flojera creativa, la falta de imaginación, el miedo a experimentar, el plagio disimulado como homenaje; parecen ser los discursos de hoy en día. Y Avatar señaló lo mismo.

Avatar es una exitosa mezcla de varios subgéneros cinematográficos que (irónicamente) responde a una demanda social de ver nuevos discursos. Y además del ecologismo de moda, la película es un batiburrillo inteligente de westerns, películas de Viet Nam, sagas del espacio exterior, Tarzán de los Monos, etc. La última escena parece un guiño a La Invasión de los Ladrones de Cuerpos mientras que la oportuna historia de amor interétnica la podemos rastrear desde la casposa West Side Story . Y Sigourney Weaver, una chica lista, aprovecha para homenajearse en un par de planos recordándonos sus viejas grandes interpretaciones: Sea la agresiva científica con muchos gestos propios de la legendaria Teniente Ripley en Alien, sea la bondadosa maestra de escuela que ante los pequeños aborígenes de Pandora derrocha la misma ternura que en Gorilas en la niebla. Ah, y no olvidemos que desde Rusia se acusa airadamente a Avatar de saquear impunemente temas y escenas de la rica y abundante ciencia ficción soviética. Empezando por el nombre del planeta Pandora, presente en varias novelas de los hermanos Strugalsky.

Tampoco es cargamontón, pues la película es la mar de entretenida. Ese tipo de films simpáticos que ves un sábado a media tarde por el cable pirateado, tirado en la cama, tomándote una cervecita y rascándote las pelotas. Sin embargo, a los adolescentes quizá el impacto sea otro, en principio por la singularidad del tema (ya se hacían extrañar películas de masas donde el malo fuera el empresario capitalista anglosajón y no el fanático musulmán, el militar norcoreano o el narco latinoamericano) y porque, como todo éxito cinematográfico, es una historia bien contada bajo un discurso espectacular de última tecnología. Justo lo que funciona en el nuevo siglo. Y si no me creen, acá les regalo un curso básico y gratis de cómo escribir un guión como el de Avatar en no más de cinco fáciles lecciones. Gracias, de nada.

Hasta aquí ha llegado mi ruta de espectador. Y no siento ninguna nostalgia. El cine, como todas las artes, ha cambiado con los años y las transformaciones de todo tipo. No tiene sentido reivindicar un cine de autor con estupendos actores en un mundo donde la mayoría de los consumidores quieren fascinarse con pirotecnia tecnológica, efectismos visuales e historias optimistas. Tiene más sentido interesarse por otras formas de hacer cine en nuestros tiempos: Sea el documental crítico y politizado de Michael Moore o ese cine peruano de a pie -entre bizarro, testimonial y casualvanguardista- que hacen nuestros directores andinos.

Los años enseñan tolerancia. Los años terminan explicándotelo bien. En esta la primera gran crisis del siglo XXI que incluso ha vuelto a plantear el comunismo como una opción; aparecerán otras iniciativas novedosas (y no sólo en el cine). Afortunadamente, en el mundo hay millones de enamorados del cine que no viven para hacer dinero a partir de guiones facilones y pegadizos. Afortunadamente, el ser humano no es un animal que siempre se doblega ante los huesos que lanza al amo.

Perdonen el optimismo.