sábado, 28 de febrero de 2015

LA CASA DE PANCHITA NOS NECESITA HOY




Como algunos de ustedes saben, yo trabajo en La Casa de Panchita, nombre del local institucional de una ONG que defiende y difunde los derechos de las trabajadoras del hogar.

La Casa de Panchita es un hogar seguro y protector para las niñas y adolescentes que, debido a la pobreza, se ven obligadas a trabajar en servicio doméstico. Allí cuentan con apoyo para realizar sus tareas escolares, aprenden nuevas cosas a través de juegos, reciben almuerzos nutritivos y visitan lugares culturales de Lima. Es un gran esfuerzo que contribuye a que ellas puedan lograr un mejor futuro.

Hoy, la Casa de Panchita corre el riesgo de quedarse sin casa y que buena parte del trabajo realizado por nuestras hermanas que trabajan en servicio doméstico desaparezca.

Tania era una joven endeble y tímida que siempre te hablaba con los ojos mirando al suelo, hoy es una enérgica mujer que estudia gastronomía en un instituto y quechua en el Centro Cultural de la universidad de San Marcos.

Shandy era una trabajadora infantil, de carácter inseguro y que venía de una familia rota, se empoderó, consiguió ayudas y ahora está a punto de graduarse de economista en la Universidad Católica.

Ana Luisa fue víctima de trata, desde pequeña la engancharon como trabajadora del hogar en una familia que la trató muy mal, tenía veinte años y aún no había terminado la educación primaria; hoy tiene un trabajo mejor, estudia contabilidad y maneja su laptop con alegría.

Lidia era una trabajadora infantil doméstica desde los ocho años, la ayudamos y puso de su parte; actualmente estudia Derecho en la Universidad San Cristóbal de Huamanga.

Yovana, migrante del sur andino, era una trabajadora del hogar que se avergonzaba hasta de su nombre y era un mar de dudas; hoy trabaja de cocinera principal en el Uruguay.

 Isabel era una trabajadora infantil doméstica, madre de un niño como producto de una violación; ahora se ha casado, tiene otro hijo y trabaja desahogadamente en una empresa de telemárketing.

Muchas más amigas han podido mejorar su calidad de vida gracias a los talleres y actividades de La Casa de Panchita. Jóvenes trabajadoras que ahora sueñan con otra profesión o su negocio propio, trabajadoras infantiles que hoy son las primeras de su clase. Pues bien, todo este trabajo puede desaparecer si nos quedamos sin casa.

Por eso, te necesitamos, necesitamos que colabores para poder comprar una casa. Para que las trabajadoras del hogar y niñas y adolescentes en trabajo infantil doméstico tengan un espacio donde puedan ser mejores trabajadoras y, sobre todo, mejores personas.

Puedes colaborar, ingresando tu donación en esta cuenta:

Banco de Crédito del Perú
Cuenta AGTR- LA CASA DE PANCHITA
N° 194-30987590-0-93
CCI: 002-194-130987590093-92


martes, 3 de febrero de 2015




MEMORIA

Lo escribí hace diez años, un ejercicio doble de nostalgia:

IDA Y VUELTA DE LA DESESPERANZA
Crónica triste de Madrid, con final feliz


Llegué a España en los últimos años del gobierno de Felipe González –es decir, en tiempos en los que aún se derrochaba dinero en olimpiadas y exposiciones universales- con muy poco conocimiento de cómo marchaban ahí las cosas. Imaginaba que sociedades opulentas podían igualmente ser muy generosas y productivas en el arte. Venía yo de un país devastado por una guerra interna y Madrid, con sus museos y sus tascas, sus librerías y sus mastodónicas universidades, podía ser un gran revulsivo. Pues vaya decepción.

Me acuerdo que intrigado de novedades asistí a la Plaza Colón a un espectáculo cultural-mediático llamado “Millenium”, donde se iba a dar un anticipo de lo que vendría en el próximo siglo: Luego de cuarenta y cinco minutos de efectos especiales y discursos pedantes y amanerados, el escenario entero se llenó de luces y apareció orondo el logo publicitario de la marca de whisky JB, la empresa que patrocinaba esa astracanada. En efecto, ese montaje mostró lo que se venía: La cultura como espectáculo.

La literatura se vendía como bien se pudieran vender los automóviles y los detergentes. Así como en un concesionario no te muestran coches de hace cinco años, en las principales librerías no veías libros antiguos o títulos ya reeditados, pero imprescindibles. Sólo se vendían los libros publicados en los últimos meses, por más mediocres que fueran (recuerdo que alguna vez busqué en las dos librerías más importantes de la ciudad, sin éxito,  el Adán Buenosayres de Marechal y El hombre sin atributos, de Musil, pero tenías la estantería llena de ejemplares del Manual del perfecto idiota latinoamericano,  esa arrogante nulidad perpetrada por Carlos Alberto Montaner y el hijo de Don Mario).

Todo libro era un objeto promocionado como el gran hito literario de la temporada, del año o de la década, según las pretensiones del autor y la imaginación del agente editorial. La firma del autor dejaba de ser un favor al lector para convertirlo en un impuesto que encarecía el producto (Mea culpa, que yo también alimenté esa costumbre comprando Conversación en La Catedral autografiado, pagando cuatro mil pesetas de la época) y la crítica literaria se convirtió en un apéndice de los grandes complejos mediáticos. Los escritores –sobretodo los jóvenes- salían en los programas de televisión, pero no en los culturales, sino en los de cualquier tipo, sean concursos, programas humorísticos o galas musicales.

Géneros, autores, modas, ismos, generaciones, todo se vende sin rubor. Cada año aumenta la cantidad de títulos publicados, pero igualmente en ese mismo período  -según las encuestas-  desciende el número de españoles que lee más de un libro por año. No es de extrañar que luego el panorama literario se llenara de intrusos descarados del mundo audiovisual.

Capítulo aparte es el de los concursos. Sí, buscarlos es uno de los deportes favoritos de los hombres de letras en la Península. Eso sí, los más importantes no suelen ser los mejores ni los más apropiados: Faltando unos días para anunciar al ganador, se saben ya los finalistas y hasta el ganador incluso. Lo que en teoría debiera ser un cónclave privado de un jurado de personalidades, se ha convertido en una abierta negociación entre editoriales y agentes literarios. El Premio Planeta, es el premio que más dinero otorga, pero sobre el que más sospechas caen, en todo caso ha terminado convirtiéndose en una plataforma mediática para el re-lanzamiento disfrazado de algún autor ya en declive (o necesitado de algún altavoz).

Otrosí digo con las revistas y suplementos literarios. Pocas veces he visto una crítica literaria tan benévola como la que encontré. Terminas creyéndote que todos los libros son buenos, todas las novelas vale la pena comprarlas y que, en fin, ¡a gastar!

En general Madrid es una ciudad ideal para irse de juerga y vivir la noche, pero para las letras es un poco triste. Vacías sus enormes bibliotecas (excepto en los días de exámenes),  y llenos sus pubs donde la gente discute naderías en las barras de los bares mientras echan un vistazo al fútbol que dan en la tele. Ves a los madrileños mirando los periódicos deportivos, el manual de conducir o las revistas de autoayuda en los vagones de metro. O disfrutando, como autistas, de los sonidos que sólo ellos escuchan en los audífonos de su discman. Ves sus universidades sin alma, convertidas en fábricas de cartones y trepadores de todos los colores. Aún respiras un aire provinciano heredado de décadas de privilegiado centralismo.

Así que en un momento dije basta. Y me negué a leer cualquier tipo de literatura española contemporánea. Al demonio con Juan Manuel De Prada y pedantería narrativa, con José Ángel Mañas y su postmodernismo de pacotilla, con Antonio Muñoz Molina y la bruja de su señora, con Javier Marías, Espido Freire, Pérez-Reverte. Al demonio con todos ellos. Me puse a leer otras cosas. Cosas que en apariencia chocaba con la gran vitrina de los grandes escritores de grandes best-sellers.

Otras cosas: Por ejemplo, el periodismo deportivo. En España mucho escritor frustrado ha terminado en las redacciones y para bien ha inaugurado todo un subgénero del oficio muy simpático: El periodismo literario de opinión en temas deportivos. Alejados de los tópicos, jugando con palabras extrañas en un nuevo y desconocido espacio, introduciendo ideas sofisticadas y maneras civilizatorias dentro de un terreno habitual de garrulos, estos cronistas fabricaban titulares inteligentes, metáforas preciosas, grandes frases para la historia. Francesc Relea, Alfredo Relaño, Ramón Besa, Julio César Iglesias, son solo algunos nombres de ya toda una generación que intenta hacer con la palabra lo que Ronaldinho hace con el balón.

Otra vía de escape fueron las otras literaturas. En los tiempos globalizados que corren ya no resulta extraño toparse en las librerías con ediciones en español de poetas birmanos o novelistas angoleños. En mi caso me enamoré de la literatura eslava y me convertí en un coleccionista de grandes narradores de Europa Oriental. Me conmoví con los cuentos del malogrado Danilo Kis, me reí a carcajadas con los escritores checos (¡Qué Kundera ni Kundera, léanse lo que escribe Viewegh, por ejemplo!) Aprendí mucho de ese rincón llamado Albania a base de las historias de Ismail Kadaré.  Capítulo aparte fue la lengua de Pushkin, porque los rusos desde la caída del imperio soviético se han dedicado a expurgar incunables de sus archivos y la década del noventa se llenó de obras inéditas (o en todo caso, desconocidas) de titanes como Bulgákov, Platónov, Zóschenko o Zhamiatin. Y luego encontrarme con literatura humorística de la NEP o las ironías de Viacheslav Pietsuj, el valioso testimonio de Anatoli Ribakov, un escritor exitoso durante y después de la URSS. Y los nuevos, como el estrafalario Eduard Limónov que narra sus pendencias como escritor granuja en EEUU o el ambiente prostibulario moscovita que nos regala provocadoramente Viktor Yeroféiev. No tardé en fijarme en Alejandra Marínina, la gran dama del policial ruso, cuya protagonista  -una antiheroína en las antípodas de Sam Spade o Phillip Marlowe-  es uno de los personajes mejor dibujados de fin de siglo.

En esa ruta de huida llegué también a la literatura policial. Destino predecible en el clima narrativo actual. Desprovista ya de acción y de personajes categóricos, empapada de trivialidad, reducida al estrecho anecdotario de modosos egresados de literatura y filología; la narrativa (española) contemporánea apenas puede competir con una floreciente literatura que dejó de ser hace décadas un mero subgénero. Desde la vieja escuela de Vázquez Montalbán, con su detective gourmet que husmea en las contradicciones de la sociedad española durante más de veinte años hasta el áspero estilo del griego Petros Markaris, cuya Atenas contaminada, caótica y desvencijada se parece sospechosamente a Lima. Del eruditismo histórico del policía zarista que diseña magistralmente Borís Akunin hasta la tetralogía del cubano Leonardo Padura Fuentes que refleja –para perplejidad nuestra- las tribulaciones de un oficial de la policía de Fidel en La Habana de los años noventa. En la España aséptica del aznarato, donde parecía no suceder nada, me pasaba el día entre nazis escondidos en un idílico balneario, sospechas de la Revolución Industrial como ocasional producto de una conspiración internacional, homofobias marcadas con sangre en la nomenclatura cubana, torturadores dedicados al espionaje industrial de quincalla, clubes de fútbol como tapaderas de tratantes de blancas, científicos que vendían máquinas diabólicas a las mafias rusas,  pianistas asesinas….

Pero, como en todas las huidas, cuando más libre te crees más cercano es el momento de toparte de bruces con la realidad. Hartos de la mercantilización absoluta del hecho artístico y desdeñosos de utopías colectivas con poco atractivo; muchos escritores terminaron buscando sus propios caminos de creación y comunicación. Una producción distinta –en el fondo y las formas- emergió desde los lugares más insospechados: El fanzine, la edición independiente, las exposiciones itinerantes, los espacios radiofónicos de madrugada, las salas de las discotecas alternativas, las librerías de cómics y, como no, el ciberespacio.

Sus protagonistas son un patchwork interdisciplinario con retazos de diversas generaciones y profesiones –el historiador metido a librero, el oficinista descontento, la fotógrafa sin éxito, el freakkie erudito, el cineasta de dos cortometrajes, el free-lance excéntrico, el ratón de biblioteca que colecciona miniaturas de Star Wars, la azafata de Air Europa experta en Cole Porter, el oveja negra pobre de una familia también pobre, la escritora con manía persecutoria….una fauna que, siguiendo la escuela y terminología anglosajona, se les denomina ya Bizarros.

Son de izquierda, aunque guardan un gusto perverso por el universo nazi. Sus paladares musicales son diversos (el punk británico, el vintage hawaiano, el lounge australiano) y más radicales que el habitual pop alternativo. Bastante cinéfilos, pasan con asiduidad del cine clásico americano a los films chocantes de Jonh Waters, de la fascinación por los peplums con efectos especiales defectuosos a subgéneros de indefinible calidad como el blaxplotation, el cine de terror filipino o las películas japonesas de monstruos. No son cosmopolitas refinados, dentro de su catálogo estético está el kitsch hispánico y esas ganas desalmadas de reírse de sí mismos. Su revista bandera (está demasiado elaborada como para considerarla solamente fanzine) es la ya legendaria Mondo Brutto, que va por el número 33 y de venderse en puestecillos de feria ha pasado a distribuirse a nivel nacional y a agotarse en las estanterías de ese templo madrileño del libro que es la macrolibrería FNAC.

El teórico de todo este proceso cultural es el escritor y crítico de cine Jordi Costa, de lejos una de las mentes más lúcidas de la península. Él considera que este sector bizarro de las letras y las artes forma parte de un movimiento que es, en buena medida, “un territorio de autodeterminación conquistado, por la fuerza, en los sótanos de los discursos consensuados (…) en medio de la cacofonía de unos medios de comunicación que, pese a su aparente diversidad, sólo existen para sedar un paladar medio  y funcionan como mero fondo musical en ese Gran Supermercado en que se ha convertido nuestra Cultura”.

Literariamente, este bizarre mainstream, su erudición, su inconformismo y su poderosa curiosidad se ha manifestado en el rescate de géneros olvidados por la cultura oficial: Literatura fantástica del siglo XVI, novelas por entregas del novecentismo , el incombustible Pulp de entreguerras (desde clásicos como Kenneth Robeson a rarezas como Harry Stephen Keeler, considerado el Ed Wood de las novelas de misterio), escritores de ciencia ficción con discursos más complejos y ambiciosos que el manido Isaac Asimov (Cordwainer Smith, Robert Sheckley) y toda la veta de la literatura fantástica y las weird stories del siglo XX, sea el gran maestro del género Howard Lovecraft, sea el extravagante poeta y satanista Aleister Crowley. Si buscamos cosas más actuales hablamos de una literatura que, por lo general, huye de las primeras filas, tanto a nivel de ventas como de crítica, aunque tampoco hablamos de autoediciones marginales o samizdats. En estos ambientes descubrí al gran Chuck Palahniuk, antes que se hiciera famoso con El Club de la lucha. Otro ilustre desconocido admirado en estos pagos es Billy Childish, poeta, novelista, pintor y rockero. Y uno de los libros más voceados al llegar el nuevo siglo fue el sensacional éxito de Michel Chabon Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay  (Mondadori, 2002), un canto a la Edad de Oro del cómic, a despecho que el autor sea un recurrente guionista en el mundo audiovisual norteamericano. Metido en ese mundo apenas si me enteré del éxito de crítica de Laura Restrepo o la adjudicación del Premio Planeta a una penosa novela de Bryce.

Había retornado a la literatura viva, a la intensidad de hablar de cosas nuevas y enérgicas. Había vuelto a tener ganas de escribir. Ahora me reía festivo de lo que antes sólo me malhumoraba: Hay salida, muchachos. La gente no se vuelve completamente idiota. Los hilos de las marionetas, en el fondo, están en nuestra imaginación.


Cuando regresé al Perú sabía que me esperarían los mismos fantasmas. El mismo círculo de escritores engreídos y pitucos, las odiosas discriminaciones, la idiocia de nuestros medios de comunicación, la sombra del poder dándonos coscorrones con creciente frecuencia. Pero vine a enfrentarlos sin solemnidades ni malhumores. Madrid me había devuelto la divisa: La literatura es un hermoso viaje a la libertad que ha de ser disfrutado. Y yo lo quiero disfrutar. Que renieguen los demás.