jueves, 7 de octubre de 2010

POR FIN


El Nobel para Vargas Llosa. Muchos creíamos que no viviríamos para verlo. Después de tantas decepciones y ciertas explicaciones que condenaban el otorgamiento del galardón a nuestro novelista, finalmente los suecos atracaron.

Y, en caliente, algunos comentarios.

Primero, la renuncia de Vargas Llosa a presidir la comisión del Museo de la Memoria acompañada de una tajante carta a Alan García fue un gol de media cancha para el particular partido que la nominación vargallosiana jugaba en Estocolmo. Ojo, no digo que esto fuera consciente y que la renuncia de Don Mario obedeciera a un vulgar y maquiavélico manejo instrumental. Sencillamente ese fue un gesto que lo honró frente al mundo entero e hizo que se ganara el reconocimiento incluso de sus adversarios. Algo totalmente distinto a sus broncas ideológicas con Günther Grass, de sus broncas menos prosaicas con Gabriel García Marquez, su declarada antipatía a los franceses, sus rabietas cuando tocaba jugar papeles incómodos (la campaña electoral contra Fujimori, su problemático sitio en el jurado del Festival de Venecia, etc.) o ese doctrinarismo neoliberal que llegaba a empachar de tanto repetirlo.

Segundo, el hecho que él haya cosechado el primer Nobel para el Perú significará una inyeción de tremenda autoestima para ciertos sectores del país. Mutatis mutandis, ha sido como cuando Machu Pichu fue selecionada para las nuevas maravillas del mundo. Son sectores que creen que el Perú marcha bien, esta creciendo económicamente y ha vuelto a posicionarse favorablemente en la escena internacional. La concesión del Nobel es otra medalla más a ese Perú que tiene los mejores paisajes del mundo, las mejores oportunidades para cualquier inversionista extranjero, los mejores índices de crecimiento en Latinoamérica y, claro está, la mejor cocina del planeta. Y ahora dirán por ahí, que encima tenemos la mejor literatura del continente...

Argumentos que, ustedes lo saben, discrepo y aborrezco puesto que ese discurso enmascara una realidad menos feliz: Somos el país con los mayores índices de desigualdad económica, el peor gasto social en Sudamérica, la mayor cantidad de horas extras no pagadas del mundo, una sonrojante tasa de desnutrición infantil y unos indicadores de comprensión lectora y razonamiento matemático que nos dejan en los sótanos de América Latina.

Y más de uno que lea este párrafo ya me estará llamando antiperuano, picón o resentido. Normal, en este país estamos acostumbrados a barrer las verdades debajo de nuestras alfombras.

Tercero, si en un ambiente tan dividido como fue el famoso Congreso de Narrativa de Madrid, todos los escritores (incluso los que se las daban de combativos, andinos y revolucionarios) se peleaban por tomarse la fotito con Vargas Llosa; ya pueden imaginarse ahora la cantidad de hombres de letras dentro y fuera del país (amén de ayayeros, ahijados y hueleguisos que nunca faltan en el Perú de hoy) que explotarán su cercanía (real, académica, ideológica) para promocionarse y darse humos. Vamos, que recomiendo separar toda una tribuna del Monumental de Lima para que quepan todos los que babean por retratarse con el que ya será considerado "El Peruano del Segundo Milenio". Y, como en el Perú no tenemos memoria y aquí no pasa nada, se repetirá esta foto.

Sin embargo, hay motivos por los cuales estoy muy feliz con el Nobel a Don Mario:

Posiblemente, a los jóvenes, les devuelva el gusto por la literatura y el placer de escribir. En un país donde la oralidad, la cultura audiovisual y las nuevas tecnologías han arrinconado a la palabra escrita; el Nobel servirá para devolver -aunque sea un poquillo- el prestigio perdido de este hermoso arte. Y, ojalá, ese gusto por las letras no siga atrapado en los círculos acomodados limeños y pueda romper las proverbiales barreras discriminatorias de este país, extendiéndose el cariño por los libros al interior del Perú. Ojalá los chicos de diversas provincias sigan apostando por ser escritores y que los escritores del interior tengan mayor audiencia (audiencia en sus lugares de origen, que ya sabemos que en Lima apenas si nos fijamos en ellos).

Y, finalmente, a ver si esta pueda ser una oportunidad en que los libros de Vargas Llosa se puedan vender a un precio ascequible. Libros legales, subvencionados por el sector público, pulcramente editados y que puedan competir contra la poderosa industria pirata patria. Que, estas chicas puedan adquirir una bonita edición de La Tía Julia y el Escribidor (con prólogo de Javier Ágreda) a tres solcitos o Conversación en la Catedral (con prólogo de Miguel Gutiérrez) a no más de cinco lucas. Al actual gobierno el gasto de esas iniciativas les costaría muchísimo menos que esa carísima y cosmética remodelación del Estadio Nacional, remodelación hecha para colmar la egolatría presidencial y para que Shakira tenga un escenario de presentación más chic.

Que Varguitas se ponga otra vez de moda, que las tribulaciones del Poeta se comenten en los colegios, que sin salir de aulas polvorientas y cerros arenosos viajemos al Alto Marañón, al barrio de La Gallinacera y a los sertones del nordeste brasileño. Y que en las universidades regresemos nuevamente a los debates (esa gimnasia intelectual tan abandonada en muchos claustros) acerca de esa contradictoria, atormentada y retorcida imagen del Perú que él dibujó en Lituma en los Andes.

Se acerca el Año Arguedas. Y será excitante que volvamos a leer lo que pensaba Don Mario del autor de Los Ríos Profundos. Que volvamos a confrontar dos maneras de sentir la literatura. Y, sobretodo, que estudiemos esas dos formas distintas -¿antagónicas?- de entender este país.

Este país que ahora celebra su primer Nobel.


Nota de la imagen: Así como muchos prefieren al joven Haya de la Torre, cuando era un "pichón de cóndor" (en palabras de Vallejo) antiimperialista y creyente de la revolución; yo prefiero el joven Varguitas que hacía mil oficios para mantener a su familia, quien pudo terminar sus primeras novelas gracias a los generosos adelantos de Carmen Balcells, que vivió esa época feliz del boom carteándose con toda una hermosa generación de escritores y que, rescatando del olvido a Carlos Oquendo de Amat, afirmaba una literatura comprometida con su tiempo y sus utopías:

Las mismas sociedades que exilaron y rechazaron al escritor, pueden pensar ahora que conviene asimilarlo, integrarlo, conferirle una especie de estatuto oficial. Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social (...) La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista.