lunes, 2 de abril de 2012

Mi camino a un arte del siglo XXI (ruta peligrosa, señalada por nostalgias y melancolías)


Soy, posiblemente, de la última o penúltima generación que creció leyendo revistas de historietas y fotogramas.

En aquellos años setenta sólo teníamos tres canales de televisión en blanco y negro: en la época de Velasco pasaban lo mismo (Astroboy, Los Tres Espaciales, El Hombre Par) en los tres, en la de Morales Bermúdez interrumpían los mejores programas para poner discursos de los ministros militares contra las huelgas del Sutep o la CGTP (cuando quería ver a Melissa Sue Anderson de La Familia Ingalls, aparecía el tenebroso Ministro del Interior Pedro Richter Prada, esa fue una de las razones por las cuales ya me volví comunista en el colegio).

Los teléfonos eran defectuosos y no te podías pasar horas hablando con tu amiga del alma, el sistema postal era lento y caro (sobre todo si querías escribirle a tu amiga finlandesa del alma). Las computadoras e internet eran pura ciencia ficción.

Cuando abrías el periódico sólo tenías diez largometrajes en la cartelera, la tercera parte hindúes (cuando el cine hindú era llorón y no tenía los alicientes bailables del actual cine de la India para adolescentes). Vimos Star Wars con tres años de retraso y colas kilométricas, cuyo único aliciente era cobrar por colarse o ligar con hembritas chantajeándolas con comprar un ticket para ellas.

Los antros de ocio para los retoños de la clase media limeña se reducían a los espacios semivacíos de Camino Real, paseos pajeros por Miraflores o el golfito de El Rancho. Lo más borderline era ver al Alianza de Cueto y Cubillas en el recién estrenado estadio de Matute o presenciar los últimos estertores del cachascán en el estadio municipal de Surquillo. Y comerte los fines de semana en el Parque Universitario, lleno de migrantes, trabajadoras del hogar y reparadores de anteojos,  alquilando historietas por unos devaluadísimos soles.

Historietas que, en ese entonces, las llamábamos chistes (en España se llamaban tebeos, en Italia fumetti). El término cómic era casi desconocido y reservado para los intelectuales enteradillos. Los mocosos de entonces no sabíamos nada de la guerra entre Marvel y DC Comics, ni de las miserias de la editorial Novaro, ni la influencia del Comic Code. Sencillamente disfrutábamos de Superman, Tarzán, Linterna Verde, el Super Ratón o el Capitán América. Leíamos tanto comics de terror (Doctor Mortis) como todas las subversiones de la factoría Disney (los sobrinos del pato Donald, el rico Mc Pato, los chicos malos, el inventor Giro Peraloca). Nos encantaban las sugerentes formas de la Gatúbela y Superchica e ignorábamos las presuntas simbologías homosexuales de Batman y Robin.


Ah, y tuve la suerte de revolver en los archivos familiares y encontrar la bizarra revista Avanzada, una publicación católica de los años cincuenta y sesenta, donde además de conocer  historias de misioneros, vaqueros y samurais, te topabas con las aventuras de Coco, Vicuñín y Tacachito, tres personajes que representaban a la costa, sierra y selva peruanas y que proponían con candor la paz, el progreso y la amistad en la sociedad oligárquica de entonces (en un conmovedor capítulo logran reconciliar al terrateniente racista y cascarrabias con los laboriosos y agradecidos indios de su hacienda). Era entrar a un universo paralelo.

Pero, además, nos sumergimos en la historieta cien por ciento mexicana: El antihéroe Capulina, el carca Aniceto o las eróticas (y muy pertubardoras) historietas de Hermelinda Linda que lindaban en la delgada línea de la prohibición. También las explotation del catch mexicano (los fotogramas de El Santo y Blue Demon) y las refinadas historias de Kalimán y Hatha Yoga, herederas de la bizarra temática mexicana de brujos indígenas, científicos locos y magos escapistas.

Para los loquitos antisociales de la época, teníamos Vidas ilustres, Joyas de la Mitología, Leyendas de América y Turok, el piel roja que vivía en un mundo jurásico. También habían disidentes que hurgaban en las colecciones ambulantes de las calles Lino Cornejo y Contumazá, donde los libros de historietas argentinas El Tony , Fantasía y D’Artagnan se mezclaban con las revistas China Reconstruye y Sputnik. El menú de esas historietas rioplatenses era  un dibujo distinto –casi sofisticado- que convertía en chuscos a sus símiles mexicanos. Otros méritos eran  la recreación de películas que tardaban años en llegar a Lima, o que nunca llegaban, así como ofrecer héroes diferentes (como El Cabo Savino, Nippur de Lagash o Pepe Sánchez). Era nuestra manera infantil/adolescente de viajar por el tiempo y el espacio. La otra era escuchar las radios extranjeras de onda corta (las ediciones en español de la BBC o la Deutsche Welle). Así estaban las cosas.

Por eso, nuestra experiencia en historietas difiere bastante a la última generación de productores y consumidores de cómics en el Perú.: Chicos y chicas valiosas que están muy influenciados por el manga y la onda gótica, pero cuya experiencia con las historietas ha sido absolutamente diferente: en términos básicos, experimentan el cómic en un mundo donde internet, el photoshop, el DVD, el MP3, el cable (pagado o pirateado) y el teléfono celular copan casi todo el ocio adolescente peruano. El cómic tiene para los jóvenes de hoy un valor muy distinto del que tuvimos, ya no es la publicación de masas que editaban las transnacionales, sino un producto de consumo minoritario que, sin embargo, intenta producir un valor cultural agregado, casi artístico, que propone la historieta como un camino no solo de entretenimiento sino también de enseñanza y reflexión.

Todo esto lo husmeé asistiendo por la mañana al Encuentro de Fanzines 2012 que se celebró en la Casa de la Juventud de Jesús María, gracias al liderazgo y buen hacer de la socióloga y promotora cultural Candy López Sotomayor. Allí, bajo el inclemente sol veraniego, vi buena parte del actual cómic peruano –heroico, independiente,  a veces trivial a veces alternativo- como otro de los productos culturales de los peruanos del siglo XXI. Que no todo es gastronomía.

Y, ojo, he visto cosas muy sugerentes y esperanzadoras: Una voluntad de proponer héroes auténticamente peruanos (MED Cómics), historietas de adolescentes que se trasladan a las épocas prehispánicas (Pururauca) o mangas limeños que narran con desenfado  la problemática laboral de los jóvenes metropolitanos (Jobs).

Las artes mutan con el tiempo. Inútil hablar de artes eternas: el teatro ha mutado de ser la televisión de las urbes decimonónicas a sobrevivir como performances minoritarias, la pintura de ser un oficio masivamente demandado a terminar como ejercicio elitista. La poesía era el principal vehículo de relación erótica entre pares y ahora una disciplina exclusiva para letrados cosmopolitas y refinados. Por el contrario, la fotografía pasó de ser un profesión industrial a convertirse en un nuevo arte, y la historieta de ser un arte sometido al consumo de masas a ser una alternativa visual inteligente y denunciadora.

No tengo plata para comprar los grandes cómics clásicos (sea Maus, sea El Eternauta) pero por lo menos pude invertir quince solcitos en adquirir varios ejemplares de fanzines peruanos en el Encuentro mencionado. Me ha pasado lo mismo que con la literatura peruana que suelo consumir (la de provincias, la limeña marginal, la de los escritores que no quieren arrodillarse a las transnacionales y sus políticas de consumo banal y mercantil). Es decir, sentir la creatividad viva, las ganas de hablar con un lenguaje distinto del mercado, las formas individuales, rabiosas, conscientes de interpretar el Perú. El arte, una vez más, convertido en el alimento de nuestras esperanzas, utopías y luchas. Casi nada.

Y ya no extraño ni al Super Ratón, ni a Turok, ni a Melissa Sue Anderson.




P.D. La foto, del superblog ArkivPerú