martes, 30 de agosto de 2011

Más allá de los toros y las palomas



Últimamente la agenda pública le está prestando más atención a los animales. Nuestra Ministra de Cultura, por ejemplo, ya ha calificado de "terribles" las corridas de toros, sugiriendo quizás su eliminación. 


De entrada, confieso que yo soy recontra antitaurino, que nunca asistí ni de cerca a la Plaza de Acho, aunque sí me chupé varias tardes trabajando en las barras de bar madrileñas y viendo cómo muchos señores maduros contemplaban por televisión las corridas de Las Ventas o La Maestranza, entre expresiones cañí, jerga taurina y muchas copas de sol y sombra con hielo (lo que no alimentó mucho mi interés por la Fiesta Nacional, como la llaman por allá). Pero las cosas, aparentemente, no son tan fáciles.


Dentro del mundo de la literatura, hay opiniones para todo. Un hombre liberal y hasta de izquierdas como Hemingway no solo era muy ambiguo al juzgar la tauromaquia sino que fue un apasionado de los toros. Un héroe cultural español como Federico García Lorca adoraba las corridas como buen andaluz que era, y les daba talla de riqueza vital y poética. Y es conocida la afición taurina de un genio comunista como Pablo Picasso. Por contra, Miguel de Unamuno y buena parte de la generación del 98 (cuya mayoría paulatinamente se volvió conservadora y rechazó el proyecto republicano del Frente Popular) fueron muy críticos con las corridas y las consideraron fiel reflejo del atraso español. Albert Boadella, controvertida bandera del teatro crítico y libertario, ve en el ritual taurino una profundidad estética incomparable y una capacidad de emoción que no ha encontrado en otras artes. 


Pero no nos vayamos muy lejos. Ya hace más de cien años Manuel González Prada redacta un artículo pionero contra las corridas, proponiendo una ética de los animales muy anglosajona y perfectamente incomprensible para el Perú de su época. Hoy, la tauromaquia limeña puede llevar el estigma de ser un espectáculo de maltrato para el placer de una pituquería decadente que se alucina hispánica (recordemos las páginas que Alfredo Bryce Echenique, otro curioso amante de las corridas,  le dedica al entorno taurino de Lima en Un mundo para Julius). Pero si trasladamos la fiesta española al mundo andino, las cosas cambian: ¿Cuál es la lectura del Yawar Fiesta de Arguedas? Por un lado una serie de referencias a los perfiles casi mitológicos del toro (el célebre Misitu) pero por otro lado la corrida andina -bastante más cruel que la de usanza española: dinamitan al toro, por ejemplo- se ejerce como representación de la identidad comunal frente a un centralismo limeño excluyente. Si en Lima, la corrida se hace con toreros peninsulares entre gritos de olé, miraflorinas disfrazadas de Manolas y botas de vino que contienen pisco; en la sierra ayacuchana el turupukllay es un ejercicio de resistencia y orgullo cultural, una ritualización anual que cimenta tradiciones originarias, vivas y pujantes. ¿Es así?


Las cosas no son tan claras. Yo conocí a limeños migrantes -y de izquierda clasista y combativa- que asistían a Acho sin problemas. Por otro lado, las Manolas no son privativas de la capital, también las hay en otra plaza taurina importante, como es la cajamarquísima Celendín. La tauromaquia, como las peleas de gallos, se practican en distintos escenarios del Perú. Si reivindicamos la representación del vigor cultural en unos ¿por qué no en otros? ¿Las peleas de gallos son una faceta de las tradiciones populares si se practican en los pueblos afrodescendientes de Chincha y no lo son si los celebra la juventud privilegiada en Mamacona entre música DJ y tabiques de cocaína? El maltrato animal suele ser olvidado frente al resto de componentes del espectáculo y frente al contexto cultural donde se practique.Y queda el goce estético, una suerte de piedra filosofal que transforma cualquier actividad -por deleznable que parezca- en éxtasis artístico: Para unos el fútbol es una espectáculo comercial que manipula y embrutece masas, para otros llega a ser pura poesía. Para Thomas de Quincey, incluso el asesinato podía formar parte de las Bellas Artes.  


Pero veamos esto desde otra perspectiva: Hace unos días, la alcaldesa de Lima ha anunciado que tomará medidas para frenar la sobrepoblación de palomas, las que son foco de infecciones y (como se demuestra en la foto de este post) dañan incluso el patrimonio histórico de la ciudad. Aunque, claro, ella ha descartado el simple método de envenenarlas. 


La reciente colombofobia es propia de las grandes ciudades que no toleran animales que perjudiquen el entorno urbano: Recordemos, primero se empezó echando a los animales de granja de las ciudades, luego -cuando nos motorizamos- a las bestias de tiro (a ver a quién le hacía gracia recoger sus tremendas deposiciones). Luego tocó a los perros callejeros: Acuérdense del comienzo de Conversación en la Catedral y al periodista Zavalita sufriendo en carne propia su campaña editorial contra los canes. Finalmente, toca a las palomas, que han terminado convirtiéndose de agradable compañía urbana a fuente de toxicidad. 


Pero las palomas -como las ardillitas- son animales con buena prensa y mucha simpatía entre la población ¿Quién, de niño, no ha dado de comer a las palomas? ¿Quién no veía (o sigue viendo) en las palomas el encanto de las plazas pequeñas? ¿La iglesia de San Francisco será la misma sin palomas? En el imaginario colectivo, así como puede haber una percepción negativa de la tauromaquia, hay otra positiva -romántica, afectuosa- respecto a tórtolas y torcazas. Esos sentimientos encontrados hace que nuestra alcaldesa busque formas "más humanas" de poner límites a la población de palomas. Nadie quiere ver bandadas agonizantes por el suelo. Sencillamente, no las queremos por ahí. 


Y acá quiero llegar:


Nuestra visión de los animales -sea el toro, la paloma o el ronsoco- es ante todo una construcción cultural y de ahí la dificultad de entender a nuestros "seres inferiores" con el mismo rasero (nos puede mortificar el asesinato salvaje de un toro, pero aplastamos arañas y cucarachas sin inmutarnos). Los budistas y los veganos no se hacen problemas y respetan a todos los animales en puro acto de fe. Sin embargo, ellos no se cuestionan, por ejemplo, el derecho de devorar a los vegetales, elementos orgánicos que -salvo las flores, que tienen también buena prensa pero que afortunadamente no son comestibles - parecen innanes e inicuos, apenas condenados a servir de simple nutriente a quienes nos encontramos en la cima de la cadena alimenticia.


El Occidente desarrollado ha ido generando, poco a poco, una construcción cultural que respeta "en algo" la integridad de los animales. Iniciativas legales que protejan a los animales del sufrimiento innecesario (hay una normativa europea para el transporte masivo de animales con una serie de gravosas condiciones), aunque eso no los prive de llevarlos en masa al matadero para llenar sus opíparas mesas. Otras culturas, las de raigambre campesina, ven el asunto animal de otra forma: Elaboran relaciones afectivas y hasta míticas con una serie de animales, aunque eso no les impide alimentarse de ellos o exterminarlos si amenazan su propio ecosistema. El mundo andino no es una forma más natural y ecológica de tratar a los animales, sencillamente es otra forma (otra forma que, quizá, sea más efectiva para nuestra sostenibilidad). En última instancia, el homo sapiens sigue mandando.


Y aquí termino. Lo que importa es el hombre. Y pienso no en el hombre de sociedades despilfarradoras, enfermas de competitividad y consumismo; sino en mundos mejores, donde podamos ser más solidarios y generosos. Sea en la utopía anarquista, sea en el reino del bien común, sea en las comunidades hippies o en el futuro paraíso comunista; seguirá mandando el hombre. Un ser humano que todos deseamos que sea bastante mejor de lo que todavía somos. 


En ese sentido. Que se acaben las corridas de toros, los turupukllay y las peleas de gallos por su crueldad gratuita. Que Lima se quede sin palomas, sin santarrositas ni gallinazos si eso exige la salud de los limeños (ojo, eso va con las chancherías clandestinas que siguen abundando en la ciudad). Si esas medidas nos pueden hacer mejores personas, sea.


Pero, idénticamente, que se sigan promoviendo las reservas y los santuarios naturales, que se persigan a los cazadores furtivos, a los traficantes de especies protegidas, a las mineras contaminadoras. Que nuestros hijos aprendan a cultivar, que nuestra zootecnia no se reduzca a la crianza de cuyes, que nuestras ciudades tengan más jardines, más parques, más zoológicos pedagógicos e interactivos. 


E igualmente -porque no hablamos de animales sino de construcciones culturales- que se combata el machismo, el feminicidio y la violencia doméstica venga de donde venga. Declaremos la guerra a la corrupción, nuestro cáncer más desarrollado. Tomemos en serio la lucha contra el racismo y la discriminación de nuestros pares. Incluso, a riesgo que ya me tomen a cachondeo, impulsemos la puntualidad en nuestra vida cotidiana.


La cultura como elemento del desarrollo no es solamente más libros o más conciertos, es también cómo aprender a cambiar nuestras prácticas a corto y a largo plazo. El Perú del futuro -ese soñado país libre, crítico y solidario- estará compuesto por gentes cuyas costumbres e ideas sean tan, pero tan distintas a las nuestras, como nosotros lo somos respecto al Perú virreynal.


Sí, regreso al pesimismo.