Últimamente he estado leyendo mucho sobre Argentina. Su reciente pasado histórico. Me he leído Muertos de Amor del reputado periodista y escritor Jorge Lanata (Alfaguara 2007, disponible abiertamente en Quilca) y un par de ejemplares del estupendo fanzine/cuasi revista Viernes Peronistas (sólo disponibles en España y en Argentina, lo siento hermanitos). Todo eso me llevó a una infernal caza en internet (documentales sobre los Montoneros, discursos de Perón, películas sobre heroínas y torturados, la guerra de las Malvinas, la sempiterna Evita, en fin). Y llegué a la conclusión que hemos estado un poco equivocados sobre aquellos años funestos que padeció la hermana república rioplatense.
La versión hegemónica (bastante mediática, para qué vamos a
negarlo) es que una sangrienta dictadura militar masacró de forma demasiado
abusiva al pueblo argentino. La versión
de los militares argentinos era la misma de toda la vida: Era una guerra y
obramos como tal. Mi humilde opinión: la vaina era muy distinta.
La Argentina de los años setenta era un hervidero de varios
movimientos guerrilleros y guerrireristas en un país de renta media, bastante
industrializado y con una clase media razonablemente culta. Los Montoneros, el
Ejército Revolucionario del Pueblo, las Fuerzas Armadas Revolucionarias y más
de una docena de movimientos similares se convirtieron en un dolor de cabeza tremendo
para el stablishment argentino, conservador, europeísta y depositario de
todas las fanfarronerías porteñas que han hecho abominar de los argentinos
durante décadas. Los Montoneros no fueron una guerrilla buena (si es que
existen, de verdad, guerrillas buenas, inmaculadas, no sé, se supone que
hasta Robin Hood mató a buena cuenta de los alguaciles y guardias reales). Los
Montoneros secuestraron a un expresidente (el general Aramburu, golpista y
masacrador dicho sea de paso) le hicieron juicio popular y lo ejecutaron
a tiro limpio. También asesinaron a líderes sindicales reconocidos (aunque
acusados de burocratismo y traición a la clase obrera según sus victimarios).
Los Montoneros tuvieron hasta cinco fábricas de armamento, una periferia social
que superaba largamente el medio millón de simpatizantes activos y en sus
últimos años incluso hicieron atentados con granadas RPG. ¿Cosa mala?
Pero los Montoneros tuvieron también tremendas heroínas que
terminaron asesinadas. Amén de otras mujerazas resistentes, con sus hijos secuestrados y entregados a otras manos.
El grueso de los Montoneros sufrieron el infierno de la tortura y la muerte,
fueron carne de la picana eléctrica (instrumento de tortura popular de todas
las policías sudamericanas) los arrojaron vivos desde los aviones y fueron
envilecidos por los servicios de inteligencia para actuar como dobles agentes y
cebos.
Los Montoneros no fueron conejitos enviados al matadero,
pero tampoco una amenaza político-militar capaz que justificar las barbaridades
que realizó una oficialidad militar que demostró ser muy valiente frente
a sus compatriotas y tremendamente cobarde cuando se enfrentó a los británicos en la guerra de Las Malvinas.
¿A qué vengo con eso? A hacer las odiosas comparaciones. La
subversión argentina tuvo una buena prensa internacional (en fin, eran los
setenta) y una literatura que (con toda la razón del mundo) mostró una imagen
victimista de un pueblo argentino sometido a la arbitrariedad militar. En el
caso peruano, la subversión maoísta siempre tuvo una mala imagen internacional
y una literatura marginal (ya que la literatura sobre el tema de Vargas Llosa y
otros escritores metropolitanos se ha ajustado siempre a la versión oficial del
Estado). De hecho, la primera literatura oficial y respetada
internacionalmente sobre el tema fue el Informe de la Comisión de la Verdad y
la Reconciliación, que en cuanto a verdad ha tenido mucho pero de reconciliación nada.
Pero hoy no he venido a llorar.
Los argentinos, con el tiempo, han terminado reaccionando
con la ironía y el humor frente al desastre nacional que tuvieron. Recordaron
ácidamente muchas empresas bizarras de la subversión montonera (Los Montoneros
organizaron una suerte de “empleado del mes” sorteando una ametralladora entre
la columna que más acciones militares realizaran en tres semanas: la agraciada
fue la Columna Norte de Rosario) o terribles acciones punitivas con preocupante
humor negro (al sindicalista Rucci lo ametrallaron sin asco en una acción
llamada Operación Traviata, en referencia a las galletas Traviata, cuya
publicidad decía que era “la galleta de los ventitrés agujeritos”). El
humorista alternativo Diego Capusotto se ha hecho célebre en la red jugando con
la memoria peronista y montonera,
reinventando el zeitgeist de aquellos años, apoyándose en la
cultura popular y creando un pasado irónico sobre esos tiempos de violencia
subversiva y terrorismo de Estado.
En el Perú, tener una actitud así sobre los años de la
guerra interna resulta, sencillamente, impensable.
Y no solamente por la pobre tradición de humor político que
tenemos en el Perú (cuyas únicas excepciones serían la revista Monos y Monadas durante los años
setenta y principio de los ochenta, así como la trayectoria del dibujante
Carlos Tovar, Carlín) sino porque aún olemos la sangre y el miedo. Pese
a haber pasado más de veinte años del conflicto, no solamente las heridas no
han cicatrizado sino que hay toda una política de varios sectores para que eso no
suceda y con unos medios de comunicación rastreros que vigilan que nadie se
salga ni un milímetro del discurso oficial sobre la guerra: ese discurso
maniqueo, vengativo y, por supuesto, falso.
Quienes se salgan de ese discurso, sea proponiendo una visión
alternativa de los hechos, sea formulando las causas sociales del conflicto,
sea buscando puentes para estimular una reconciliación; son tachados
fulminantemente de terroristas, prosenderistas y -en el mejor de los casos- rojos. Proponer, por tanto, una visión
socarrona, con un humor político independiente (y no ese humor criollo, sobón y
chocarrero que anega las páginas de nuestros diarios) es, lo vuelvo a decir,
impensable.
El estilo realista, grave, con acento social e histórico, de
tramas fronterizas con la tragedia y profusa en sangre e imprecaciones es la
forma como nuestra narrativa más honesta se enfrenta e interpreta nuestra
guerra interna. Tratar el tema con un lenguaje jocundo e irreverente sería
considerado un exceso de banalidad, un insultante ejercicio de descaro. En fin, en el Perú los Grandes Momentos casi nunca los hemos
tratado con humor (fijémonos en la forma hagiográfica, solemne y francamente aburrida como solemos presentar
el tema de la Guerra del Pacífico).
Casi parece imposible abordar nuestro
conflicto armado de la forma como Isaac Bábel lo hizo sobre la revolución soviética, Bohumil Hrabal sobre la resistencia checa al nazismo o Jesús Díaz
sobre la revolución cubana. Me refiero a un discurso fresco, irónico y donde,
sin perderse en la trivialidad, el humor aparece como
un personaje más en la historia . En los ya casi treinta años de narrativa de la violencia, esta
actitud heterodoxa aparece, como mucho, en algunos cuentos de Dante
Castro.
Pero en los últimos años, tenemos visiones de la guerra
menos adustas y más creativas. En primer lugar, Cadena Perpetua de
Harold Gastelú (Pasacalle, 2010), donde presenciamos el soliloquio descomedido de un preso injustamente condenado que rememora su juventud carcomida y perdida en la guerra. O también el
caso de La niña de nuestros ojos de Miguel Arribasplata (Arteidea,
segunda edición, 2011) que novela el caso de un destacamento maoísta de
caballería en la sierra peruana, de cuyos integrantes uno es un artista hábil con el charango y la
canción, quien se entromete - con buen humor, sarcasmo y hasta chacota- en
discusiones políticas y exégesis ideológicas dándole un prurito sabroso a la
narración (al margen de algunas claudicaciones y mariconadas del autor al final de la novela, a Miguel ya se lo he
dicho fraternalmente). Ambas novelas me sugieren que, en un futuro no muy
lejano, haya otro tratamiento de la narrativa de la violencia.
La inclusión del humor, la ironía o la irreverencia no desmerecen ni denigran el tema de nuestra guerra
interna como objeto de creación literaria. Por el contrario, la complementan.
El humor agudo, la autocrítica jovial, la parodia crítica hacen más humanas
nuestras historias y nuestros personajes, les ponen más carne y más hueso a los
pequeños y grandes héroes que queremos dibujar.
Es difícil, lo sé. A quien ha perdido media familia en la
guerra, muy poca gracia le hará pensar festivamente en esos años terribles y
quien esté hoy mismo entre rejas, le costará bastante esbozar una sonrisa recordando
momentos cómicos, grotescos o inexplicablemente bizarros en el doloroso
avatar de nuestra civil contienda. En el Perú siempre hubo muy poco espacio
para el humor sobre las cosas serias.
Con todo el respeto del mundo a los escritores peruanos que nos han regalado libros brillantes sobre el tema de la violencia; ahora espero nuevos cuentos y novelas, nuevos ojos y nuevas sensibilidades que sigan viendo el conflicto
armado interno como una ventana sobre la cual podemos interpretar, criticar,
imaginar e incluso jugar con nuestra historia y nuestro presente. La reflexión
literaria sobre nuestra guerra interna no debe ser sólo una invitación a llorar
o a indignarse, también debe ser una oportunidad para razonar un país mejor y
una sociedad más justa y más feliz que la que nosotros recibimos.
Justa y feliz. Que sí. Feliz.
P.D. La foto, de la guerrilla colombiana, otra gran desconocida para nosotros.