jueves, 20 de septiembre de 2012

¿PARA QUÉ SIRVEN LOS POETAS?



Gary Alminagorta, conocido amigo de las letras en los cenáculos del Gremio de Escritores del Perú, nos mandó un breve pero poderoso mail con el mismo título de este post que estás leyendo. Y que dice:

“Los poetas, esos hombres tristes o alegres con sus manos en los dos bolsillos (así me los imagino), orondos o cabizbajos, me pregunto para qué sirven, ¿para cantarle a los payasitos, a los sapitos y a la tierna silla? ¿Me pregunto para qué me sirven?” Hablaba de esta manera un hombre, “actualmente yo no tengo trabajo, alzo mi voz de protesta junto a miles de trabajadores que salimos a las calles porque no tenemos qué comer, dónde trabajar, cómo vivir dignamente. Me pregunto para ¿qué sirven los poetas? Las mineras contaminan nuestras aguas y nuestras tierras, sembramos hojas de coca en nuestras chacras porque es la única manera de vivir dignamente. Ahora, si sembramos los productos que nos dice el gobierno, ganamos una miseria que no alcanza ni para comer. Trabajamos más de ocho horas diarias en las pollerías, en las textilerías, en las ladrilleras, para ganar sueldos irrisorios. Me pregunto ¿qué hacen los poetas por todo esto? Nada, solo escribir ilusiones en cuatro paredes: al jabalí drogado, al cerdo herido, al ají picante, mientras nosotros salimos cada mañana para ver si es que conseguimos unos panes para nuestros hijos. ¿Dónde están los poetas, qué hacen los poetas, para qué sirven los poetas?” De esta manera reflexionaba el pobre hombre…

Gary, en su imprecación, escribe de otra forma lo que César Vallejo, años ha, reflexionaba en aquella joya de sus Poemas Humanos "Un hombre pasa con un pan al hombro". Es decir, la angustiosa inutilidad de la poesía (y del arte, y de la praxis cultural, y del ejercicio estético) para influir en la gris y hasta trágica realidad. Si bien la narratividad de las novelas y piezas dramáticas, el figurativismo en las artes plásticas o la performance espectacular de la música y la danza pueden influir en la vida cotidiana de amplios sectores merced a su carga informativa, pedagógica o incluso lúdica; la poesía (más allá de ciertos poemas legitimados y masificados por lo general con fines patrióticos) siempre ha sido un territorio profundamente personal, a rebufo de las convencionalidades, de clara vocación marginal y ensimismada en sus sueños, experimentos y viajes interiores.

 Claro, no digo nada nuevo. Esa pregunta de ¿Para qué demonios sirve la poesía hoy en día? (es lícito añadir un par de palabrotas a la pregunta) es bastante más vieja de lo que creemos y se repite con una frecuencia enfermiza. Vaya usted al google y teclee la pregunta, encontrará varias respuestas: Escribir poesía como análisis subversivo que cuestione la realidad ("Comprométete con algo que esté más allá de ti mismo. Sé apasionado al hacerlo."), o entender la poesía como un inevitable sino que emana de nuestra propia condición humana ("¿tiene la poesía futuro? Yo preguntaría ¿Es suplantable la muerte, el hombre, el misterio el infinito?¿Es suplantable la palabra en relación con todo eso?"). El periódico español El País hizo una vez una encuesta a poetas en base a esa pregunta y allí tienen ustedes respuestas para todos los gustos. Y los blogueros no se quedan atrás rebanándose los sesos frente a la cuestión, como el caso de este colega.

 Pero el hecho es que la pregunta sigue en el aire y, pese a toneladas de respuestas, mantiene una actualidad desesperante. Ya no es el viejo dicterio de Theodor Adorno ("Después de Auschwitz, escribir poesía es un acto de barbarie") sino qué hacemos con la poesía en los tiempos que corren, qué utilidad tiene, qué necesidad tenemos de ella. Las preguntas no son retóricas si asumimos que el radio de acción de la poesía y los poetas se ha ido reduciendo significativamente en las últimas décadas.

 Si retrocedemos medio milenio veremos que la poesía era una de las artes más practicadas por todos los hombres de letras. El poema era un elemento de comunicación privilegiado para contar historias, amar a la patria, honrar a la religión, adular a los mecenas y, como no, cantar a la belleza. Conforme la poesía se hizo más profana y democrática sirvió como herramienta del conocimiento y la exaltación erótica. Cuando buena parte de la sociedad occidental empezó a politizarse, la poesía sirvió como mensaje de protesta y arenga militante. En el siglo XX a la poesía le fueron surgiendo competidores -señaladamente, la narrativa y luego los medios de comunicación- y su espacio empezó a elitizarse a conciencia, a individualizarse aún más. La poesía intentó otros caminos, se volvió más coloquial, interactuó con otras disciplinas artísticas y buscó convertirse en una interpretadora alternativa de objetos, ideas y sensaciones. Lo cierto es que si Pablo Neruda se volvió una celebridad en 1924 cuando publicó sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada (que se leyó masivamente fuera de los circuitos literarios y académicos), hoy en día cualquier poemario digno de mención se celebra y se consume dentro de una juanramoniana inmensa minoría. Y en el Perú, qué le vamos a decir, el ejercicio activo de la poesía es una actividad que excede en mucho las andanzas de Don Quijote.

 La poesía, convertida entonces en una praxis de cuatro gatos, pareciera que tiene menos cosas que decir al mundo. Y el mundo bastante más cosas para olvidarse de la poesía. Y hablamos de un mundo terrible, con una desigualdad más espantosa de la que imaginamos.

 Cuando vamos a los recitales (en Lima), vamos con el pavor de ver las mismas caras. Los poetas leen sus poemas y parece que sobran los debates y las interpretaciones del mismo: Va de boca en boca el billete manoseado que dice "interesante", "muy bonito", "a mí me gusta". Las críticas, cuando las hay, caen en el ditirambo con frecuencia. Ves a los jóvenes poetas como esforzados adolescentes que no esconden su tremenda falta de lecturas, su precaria cultura general e incluso su temeraria ortografía. Por no decir del frondoso bosque de los lugares comunes por el cual caminan, pastan y hozan nuestros novísimos vates.

 Pero de los veteranos y consagrados poetas tampoco hay nada nuevo. La mayoría ha perdido todo deseo de educar, de enseñar, de juntarse con lectores de otras generaciones. Muchos han hecho de sus pasados laureles una mullida almohada donde descansar la mala noche y la resaca. Cuando los entrevistas parecen que hablaras con las viejas glorias del fútbol o el voley. Hay una nostalgia a veces insoportable, un anclaje inevitable a un pasado mítico de donde ya no puedes escapar. Las merecidas celebraciones a Hora Zero o Kloaka -me lo dicen muchos de esos jóvenes poetas- les recuerdan a sus viejos, tíos y abuelos que llenan el almuerzo familiar con historias de César Cueto o cantan el Perú Campeón a mitad de la fiesta de Año Nuevo.

 También hay otros poetas. Esos que llaman (yo también) poetas menores o -siendo abiertamente despectivos- poetas de segunda fila, poetas domingueros, poetas mediocres, poetastros de mierda. Hablamos de esos juntaversos a quienes se les recrimina su amateurismo permanente, su producción esporádica (mal editada y peor publicada), su recurrencia a lo trillado y lo impostado, su mal gusto literario (o su nulo gusto), su ignorancia aún por debajo del de los poetas noveles.

 Ví a muchos de ellos en un evento organizado por CADELPO (que es la Casa del Poeta Peruano, pero a su directiva siempre le encantaba mencionar esa sigla que parece de empresa de sanitarios). Un tour poético por Cajamarca con la compañía de una docena de poetas del extranjero. Tuve sentimientos encontrados: Por un lado me parecía extraordinario que los poetas visitaran pueblos, colegios, participaran en las ceremonias cívicas de la población, regalaran libros a las bibliotecas y levantaran el prestigio social de la poesía. Fue hermoso ver cómo se nos recibía en los pueblos (banda de música, escolares con banderitas alineados a ambos lados de la calle, suelo de flores, estallido de cohetes).

 Pero, por otro lado, teníamos que convivir con recitales mecánicos, ponencias espantosas (uno de ellos se ufanaba de haberse puesto como meta que su nombre apareciera en wikipedia), unos poetas que aburrían a los sufridos colegiales con altivos y larguísimos discursos, un engreimiento descarado que echaba mano del victimismo ("sí, nos llaman malos poetas, pero..."), muy poco debate y demasiada condescendencia. Si bien es cierto que aquel tour tuvo reconocidos poetas como Marcial Molina Richter o Jonnhy Barbieri, la mayoría éramos ilustres desconocidos. No digamos la legión hispanoamericana pródiga en maestras jubiladas, empresarias e incluso plutócratas aficionadas a las letras, un matrimonio de la tercera edad que disfrutaba literariamente de su pensión y una que otra figuretti que encontraba aquí las alabanzas que en su país nunca tendrá. Lo peor: Poesía discutible o, como decía González Prada, "literatura de cachalotes, buena para ser leída por elefantes". La antología estaba tan mal publicada y con tantos errores ortográficos que mi ejemplar no lo puedo donar a ninguna parte.


Y sin embargo, a esa Armada de Brancaleone, bizarra a más no poder, la sigo recordando con atroz cariño. Sencillamente rememoro los ojos curiosos de los escolares, su fresca alegría si le firmabas un papel, sus preguntas ingenuas sobre cómo crear, el orgullo con que te ofrecían sus delirantes declamaciones, esa confianza que crecía cuando te mostraban sus cuadernos de versos y tú le dabas tu opinión. Y también esos momentos en que los poetas de los pueblos -de lugares a donde posiblemente nunca ponga pie un Nobel, ni peruano ni extranjero- se sentían acompañados, reconocidos, con más ganas de seguir escribiendo. Cómo me gustaría que tanto buen poeta que conozco pudiera caminar por las pedanías del Perú, detenerse en los colegios, recitar y escuchar, dar a conocer sus versos y a la vez conocer otros lugares, tiempos, sujetos, poderes, impresiones que él (o ella) pueda convertir nuevamente en poesía.

Y a veces creo que para eso sirven los poetas, buenos y malos, jóvenes y viejos: Ayudar a que otros sigan ayudando a que todos vivamos en un mundo mejor. Hacernos entre todos más dichosos, que es una forma más de sentirse libres. Si el poeta deja el pesado abrigo del amor propio, si entiende su arte como una mano tendida y no como una suma interminable de tatachines, si sabe que la poesía no pueda estar en él pero sí en las personas y los paisajes que le rodean; entonces la poesía y los poetas serán no sé si útiles, sino quizá algo mejor: Serán necesarios.


Quizá mejor lo dice Vladimir Maiakovsky, en un poema que lo encontraréis completo aquí:

Se le ladra al poeta: 
"Quisiera verte con un torno
¿Qué, versos? ¡Esas pamplinas!
¡Y cuando llaman al trabajo te haces el sordo!"
Sin embargo, nadie pone tanto ahínco en la tarea
como nosotros.
Yo mismo soy una fábrica.
Y si bien me faltan chimeneas,
esto quiere decir
que más coraje me cuesta serlo.
(...)
Cuando aserráis la madera, es para hacer leños.
Pero nosotros
qué somos sino ebanistas
que trabajan el leño de la cabeza humana
(...)
¿Quién es más aquí?
¿El poeta o el técnico
que procura a los hombres 
tantas ventajas prácticas?
Los dos.
Los corazones son también motores
el alma también es fuerza motriz.
(...)
¡Al trabajo nuevo y vivo!
Y a los que discursean
que se les mande al molino.
¡Para que el agua de sus discursos haga girar sus aspas!



* El cuadro de este post: El Poeta, de Marc Chagall.