viernes, 9 de noviembre de 2012

LITERATURA Y ÉTICA



Bryce Echenique. No hace falta ninguna presentación. Tampoco es necesario recordar su acusación y condena por plagio. Y tampoco recordar que acaba de recibir el premio FIL de Literatura en Lenguas Romances por parte de un respetable jurado en México. Premio discutido por parte de un buen puñado de escritores e intelectuales mexicanos, y refrendado en declaraciones por otro puñado de escritores e intelectuales en su mayoría iberoamericanos. Premio que, para evitar roches, se le entregó a Bryce en la intimidad de su hogar limeño. Premio que, ojo, tampoco es moco de pavo: 150,000 dólares contantes y sonantes.

Y premio que el galardonado recibió con una actitud arrogante y una invectiva genuinamente criolla: "¡Que se jodan!".

En una entrevista, bastante sobona dicho sea de paso, Bryce no solamente no se disculpa de haber plagiado sino que se regodea en el tema, enrrostrando una supuesta envidia a sus acusadores y dándoselas de rebelde, iconoclasta, disidente y provocador. Erre que erre, considera que sus detractores son de una peculiar extrema derecha quienes quieren acaparar todos los premios. Ejerciendo de enfant terrible tardío espeta: "¿Cuántos poetas han estado fuera de la ética?".

Pero Alfredo Bryce no es un François Villon marginal y perseguido, sigue siendo un escritor venerado por el sistema y hace poco inauguró -en plena crisis económica española- una estrafalaria conferencia sobre literatura y automóvil con la Crème de la crème  de la literatura de las grandes editoras (Vila-Matas, Eduardo Mendoza, James Ellroy). Y no pecó de intertextualidad o de inexperiencia en su delito de plagio: El internauta Peterwatkins -por poner sólo un ejemplo- se tomó la molestia de investigar por su parte y descubrió el grosero plagio que Bryce realizó, párrafos enteros, copiando ésto y firmando ésto. Plagio grosero y descarado. Las cosas claras.

Hace algunos meses publiqué un post sobre José Santos Chocano haciendo hincapié en el eterno problema de la calidad literaria de un escritor y la miseria moral del mismo. Ejemplos sobran de escritores (y de buena cantidad de artistas) que no han sido, precisamente, modelos de corrección política, de emulación ética o conducta ejemplar. No, la historia de la literatura (y del arte en general) está llena de alcohólicos, drogodependientes, racistas, fascistas, estafadores, traficantes o victimarios de violencia de género.  Pero si investigáramos las biografías de políticos, altos funcionarios o adinerados hallaríamos exactamente lo mismo.

Los defectos humanos habitan en nosotros, pero no nos excusan de actuar mal. La falibilidad de las personas no nos otorga una patente de corso para practicar el cohecho, medrar en la corrupción, vender nuestros ideales o, por ejemplo, ejercer el plagio a conciencia. Por el contrario, la grandeza de la literatura nos señala la riqueza de los atributos de hombre, incluso en la peor de las situaciones: Feodor Dostoievski fue ludópata y Albert Camus oportunista, pero tanto Crimen y Castigo como La Peste  nos hablan exactamente de cómo tú y yo podemos redimirnos del fango de las miserias de la sociedad.

Pero el caso de Bryce es distinto. Es un escritor que roba bienes intelectuales a sus colegas de oficio. Como bien recuerda el escritor y ensayista mexicano Juan Villoro, el periodismo no es una actividad menor, es parte de nuestra particular república de las letras, y Bryce ha violado con alevosía las reglas de aquella.

Es cierto, nadie es perfecto, todos nos equivocamos. Pero nuestra oportunidad está en reconocer nuestros errores. Y, si son públicos, con mayor razón. Bryce no los reconoce, no le da la real gana de admitirlo. Y ha perdido la posibilidad de un reencuentro feliz con muchísimos lectores.

Bryce ha preferido el camino de la risita limeña, el cinismo sanisidrino,  la chacota ventajista. Y ha vuelto a sus orígenes aristocráticos al exhibir la divisa del "Nadie me toque". Quienes hemos leído con fruición sus primeros libros (sobre todo sus cuentos, de los cuales es un maestro, mucho mejor que buena parte de sus novelas) y le hemos perdonado -casi celebrado- su pertinaz dipsomanía (que posiblemente, llegada a niveles terminales, tuvo algo que ver con su fatal decisión de plagiar); no podemos permanecer indiferentes a una conducta que atenta no solamente contra la ética intelectual y artística, sino contra los legítimos proyectos de una literatura honesta, viva y que va más allá de premios y figuretismo.

En los talleres de creación literaria que llevo con escolares en los colegios públicos del sur pobre de Lima, no voy a prohibir que lean Un mundo para Julius, pero sí les diré una y otra vez: No copien.

Porque copiar es, entre otras cosas, la posibilidad de convertirse en una mala persona. E incluso, en un mal escritor.